[...] Han abrumado de reprobaciones todo lo que era fuerte y sano, violento y profundo: la pasión y el placer, el pensamiento, la libertad, el amor de la tierra, la ambición: lo han llamado mal, pecado, diablo.
Si es lícito definir el ser corrompido como aquel que hace lo que es desventajoso, el cristianismo representa la corrupción esencial. Ha erigido en tipo ideal al hombre débil, la "bestezuela de rebaño", el animal humano domesticado y enfermo que practica sistemáticamente el autocastigo. El hombre sin pecado del cristianismo es el oprimido eterno con las virtudes que le convienen, ellas le dan esas pequeñas satisfacciones débiles que prolongan su esclavitud, pero que compensan su ausencia completa de vitalidad: la dulzura, la benignidad, la caridad. Para justificar esta moral de esclavos, los teólogos han construido un inmenso sistema de "piadosas mentiras", de interpretaciones pérfidas. Se ha emponzoñado el corazón de los hombres con el resentimiento y la idea de pecado [...]
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